Patricia Evangelista, periodista: “En Filipinas hemos sufrido el terror en manos de un autócrata surgido de las urnas”

El declive democrático

La reportera narra el horror de la guerra sucia del presidente Duterte contra los drogadictos y pequeños traficantes

Entrevista a Patricia Evangelista, autoira de 'Que alguien los mate' CCCB

Patricia Evangelista, esta semana en el CCCB, donde disfruta de una residencia para creadores amenazados 

Miquel Gonzalez/Shooting

Durante seis años, Patricia Evangelista cubrió la guerra contra la droga en su país, Filipinas, una campaña de violencia y populismo que el presidente Rodrigo Duterte lanzó para llegar al poder y hacerse fuerte. El 1 de julio del 2016 ordenó matar a drogadictos y pequeños traficantes a los que culpó de los males del país. Hasta el momento más de 30.000 personas han sido asesinadas por justicieros y policías de paisano, aunque el gobierno solo ite 6.252. Muy pocos asesinos han sido detenidos. A partir del reporterismo que realizó para la plataforma Rappler, Evangelista ha escrito Que alguien los mate (Reservoir Books en castellano y Comanegra en catlán), relato escalofriante sobre la violencia despiadada que ejerce el Estado. Este libro demuestra el peligro que corre cualquier democracia y el enorme valor testimonial del periodismo para salvarla.

Escribes en primera persona. No es habitual en un reportaje periodístico.

Una historia sobre un país como Filipinas del que no se conoce mucho y, además, que aporta muchos detalles sobre muchas muertes, necesita una voz que sostenga la mano del lector desde el principio.

¿Te sientes cómoda en este papel?

No. Estoy más cómoda escondida detrás de la historia, pero mis editores me hicieron comprender que mi testimonio directo era esencial para explicarla bien.

¿Cuál era tu método de trabajo?

Al principio de la guerra contra la droga había muertos cada día. A veces, cinco y a veces, veinticinco. Yo trabajaba para la publicación digital Rappler en Manila, en el turno de noche, con un equipo de periodistas y fotógrafos. Saltábamos de un crimen al siguiente, alertados por la policía. Aprendí a hacer preguntas sencillas: Si el asesino había sido un policía o un justiciero. Si había alguna señal junto al cadáver. Si la cabeza del muerto estaba envuelta en cinta adhesiva…

Trabajo de detective.

Algo parecido. Pero lo más importante es que aprendí a quedarme quieta, en silencio, esperando escuchar los gritos que me indicaban dónde estaban los familiares. Entonces, con mucha calma y humildad, hablando en voz baja, les preguntaba por la víctima de la manera más simple y directa posible porque no puedes preguntarles cómo se sienten y tampoco quieres hacerles más daño del que ya están sufriendo. Luego, antes de subirme al coche para ir al siguiente homicidio, recreaba en mi cabeza cómo había ocurrido todo. Rememoraba los pequeños detalles y los ponía en orden porque no puedo escribir lo que no he visto. En casa repasaba las notas y pasaba varios días armando la estructura de la historia. Entonces, cuando la tenía escrita, llegaba la parte más difícil que era dejar que fluyeran los sentimientos para volver a ver lo que habías visto y así reescribir lo que ya habías escrito. Es necesario este regreso mental al lugar del crimen para dar con el tono y el sentido adecuados.

Imagino que las historias siguen repitiéndose en tu cabeza.

No puedo ni quiero olvidar pero, al mismo tiempo, tengo que seguir adelante. Y cada vez que la emoción me vence me digo a mi misma que no soy yo la que sufre sino las víctimas, los supervivientes.

Y entonces sientes la culpa, la sensación de haberlos traicionado.

Exactamente. Pienso que algo les puede pasar por haber hablado conmigo. Yo puedo entrar y salir de su mundo, pero ellos se quedan y no tienen protección. La mayoría de las víctimas de la guerra contra la droga eran los más pobres de los pobres, y sabes que no puedes ayudarles. No puedes ni siquiera pagarles un café porque si lo haces, de alguna manera, les estás comprando. Y luego, cuando llegas a casa y te preparas tu capuchino, te sientes tres veces más culpable. Este es un remordimiento que, como tantos periodistas, supero con cafeína, nicotina y alcohol. También con la ayuda de otros compañeros. El periodismo es comunidad. Hay otros reporteros haciendo lo mismo que tú y te apoyas en ellos.

¿Por qué hay tantas mujeres periodistas en Filipinas? Tú trabajabas para María Ressa, la directora de Rappler, que ganó el premio Nobel de la Paz por plantar cara al presidente Rodrigo Duterte.

El periodismo en Filipinas es femenino. Durante la dictadura de los años setenta y ochenta era más masculino, pero los hombres fueron detenidos, asesinados o cayeron bajo la influencia del gobierno. Las mejores historias empezaron entonces a escribirlas las mujeres que trabajan en las secciones de moda, de estilo, y que aún así entrevistaban a los disidentes y exponían la corrupción y la violencia del sistema.

¿Es importante la sensibilidad femenina para afrontar el trauma?

En Rappler éramos todo mujeres. La dirección intentó fichar a hombres, pero no lo consiguió. Las mujeres sabemos lo que siente una hija, la responsabilidad que cae en sobre ella o su hermano mayor al ver que ahora la familia son ellos porque su padre o su madre han sido asesinados. Las víctimas acostumbran a estar más cómodas con una mujer periodista. Soy muy sincera con ellas y no les doy consejos.

¿Crees que el periodismo ayuda cambiar las cosas?

Si creyera que lo que escribo ayuda a evitar más crímenes, sentiría un fracaso tan grande que lo habría dejado hace tiempo. El periodismo no ayuda a cambiar nada. Yo escribo para levantar acta de lo que ha sucedido, y lo hago de la manera más honesta y precisa posible, para honrar a las personas que me han dado la información. Y, aunque no sirva para cambiar las cosas, es útil para conservar la memoria.

Y para preservar la dignidad de las víctimas.

Duterte se pasó seis años diciendo que las personas asesinadas por su supuesta vinculación con el narcotráfico y la drogadicción no eran personas humanas. Y los familiares de los muertos han tenido que luchar mucho para demostrar que sí lo eran. El periodismo ha contribuido ha dejarlo claro.

Duterte está ahora en una celda de la Corte Penal Internacional en La Haya.

Sí. Las víctimas están contentas pero no del todo, porque los asesinos siguen sueltos.

El presidente Ferdinand Marcos lo entregó después de pelearse con su hija, la vicepresidenta Sara Duterte.

Sí, la política es muy turbia. Esta semana ha habido elecciones y, desde su celda en La Haya, Rodrigo Duterte ha ganado las municipales en Davao. Ronald Bato de la Rosa, arquitecto de la guerra contra la droga, ha salido senador. El pueblo filipino considera que estas personas, aún habiendo sido acusadas de crímenes contra la humanidad, se merecen estar en el poder.

La democracia no pasa por su mejor momento.

En Filipinas hemos sufrido el terror en manos de un autócrata demócrata, es decir, surgido de las urnas, y esto es algo que puede pasar en cualquier democracia. Fíjese en Estados Unidos. La política se ha reducido a un hombre carismático con una historia que contar para un pueblo que necesita creer. Somos muy vulnerables.

La droga no era un problema tan grave en Filipinas cuando Duterte hizo campaña con la promesa de eliminar a los traficantes y consumidores.

Todo autócrata necesita un enemigo, ya sea un inmigrante o un activista, alguien de otra raza o religión. Con su historia, Duterte pulsó cada temor y cada queja de los filipinos durante las últimas décadas: el fracaso de las instituciones y del estado de bienestar, la corrupción y la pobreza extrema. Y dijo que todo se debía a las drogas y que él mataría para protegernos de este mal. Votamos narrativas, es decir, personajes imaginarios. Así es como Duterte arrasó en las urnas y su hija puede ser presidenta.

¿Cómo desmontamos las historias de los autócratas?

Informando desde el terreno, a pie de calle, levantando acta de lo que pasa.

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